Lee el siguiente fragmento del libro escrito por Gabriel García Márquez:
Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado
el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritangas, desbarató tenderetes
de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro personas que se le
atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva María de
Todos los Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una
sirvienta mulata a comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años.
Tenían instrucciones de no pasar del Portal de los Mercaderes, pero la criada se
aventuró hasta el puente levadizo del arrabal de Getsemaní, atraída por la bulla del
puerto negrero, donde estaban rematando un cargamento de esclavos de Guinea. El
barco de la Compañía Gaditana de Negros era esperado con alarma desde hacía una
semana, por haber sufrido a bordo una mortandad inexplicable.
Tratando de esconderla habían echado al agua los cadáveres sin lastre. El mar de
leva los sacó a flote y amanecieron en la playa desfigurados por la hinchazón y con
una rara coloración solferina. La nave fue anclada en las afueras de la bahía por el
temor de que fuera un brote de alguna peste africana, hasta que comprobaron que
había sido un envenenamiento con fiambres manidos.
A la hora en que el perro pasó por el mercado ya habían rematado la carga
sobreviviente, devaluada por su pésimo estado de salud, y estaban tratando de
compensar las pérdidas con una sola pieza que valía por todas. Era una cautiva
abisinia con siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de caña en vez del
aceite comercial de rigor, y de una hermosura tan perturbadora que parecía mentira.
Tenía la nariz afilada, el cráneo acalabazado, los ojos oblicuos, los dientes intactos
y el porte equívoco de un gladiador romano. No la herraron en el corralón, ni
cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la pusieron en venta por su sola
belleza. El precio que el gobernador pagó por ella, sin regateos y de contado, fue el
de su peso en oro.
Era asunto de todos los días que los perros sin dueño mordieran a alguien mientras
andaban correteando gatos o peleándose con los gallinazos por la mortecina de la
calle, y más en los tiempos de abundancias y muchedumbres en que la Flota de
Galeones pasaba para la feria de Portobelo. Cuatro o cinco mordidos en un mismo
día no le quitaban el sueño a nadie, y menos con una herida como la de Sierva
María, que apenas si alcanzaba a notársele en el tobillo izquierdo. Así que la criada
no se alarmó. Ella misma le hizo a la niña una cura de limón y azufre y le lavó la
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mancha de sangre de los pollerines, y nadie siguió pensando en nada más que en el
jolgorio de sus doce años.
Bernarda Cabrera, madre de la niña y esposa sin títulos del marqués de Casalduero,
se había tomado aquella madrugada una purga dramática: siete granos de antimonio
en un vaso de azúcar rosada.
Había sido una mestiza brava de la llamada aristocracia de mostrador; seductora,
rapaz, parrandera, y con una avidez de vientre para saciar un cuartel.
Sin embargo, en pocos años se había borrado del mundo por el abuso de la miel
fermentada y las tabletas de cacao. Los ojos gitanos se le apagaron, se le acabó el
ingenio, obraba sangre y arrojaba bilis, y el antiguo cuerpo de sirena se le volvió
hinchado y cobrizo como el de un muerto de tres días, y despedía unas
ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a los mastines. Apenas si salía
de la alcoba, y aun entonces andaba a la cordobana, o con un balandrán de sarga sin
nada debajo que la hacía parecer más desnuda que sin nada encima.
Había hecho siete cámaras mayores cuando regresó la criada que acompañó a
Sierva María, y no le habló del mordisco del perro. En cambio, le comentó el
escándalo del puerto por el negocio de la esclava. «Si es tan bella como dicen
puede ser abisinia», dijo Bernarda. Pero aunque fuera la reina de Saba no le parecía
posible que alguien la comprara por su peso en oro.
«Querrán decir en pesos oro», dijo.
«No», le aclararon, «tanto oro cuanto pesa la negra».
«Una esclava de siete cuartas no pesa menos de ciento veinte libras», dijo
Bernarda. «y no hay mujer ni negra ni blanca que valga ciento veinte libras de oro,
a no ser que cague diamantes».
Gabriel García Márquez
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